jueves, 8 de enero de 2009

Me gustan los días de fiestas masivas. Son como rituales llenos de gente que compra algún objeto festivo al caso para decorarse a si mismo y decoran sus casas y andan por ahí alegres contagiando la festividad. Luego vienen los amontonaderos, donde todos esperan estar en primer lugar como si se lo pudieran perder.
Supongo que el día que lo conocí no era festivo, aunque si había mucha gente. No recuerdo la fecha, pero si el lugar. Tampoco recuerdo el primer contacto, aunque sí tengo presente el resto de acercamientos, todos o casi. Es uno de esos fenómenos en que primero nos interesaba lo que el otro tenía que decir, más tarde lo que el otro planea hacer.
Un día cualquiera uno de los dos habla de planes en los que ya no está incluido el otro, mas que como discreto observador a distancia que celebra los éxitos y está pendiente en caso de haber lágrimas que limpiar. Pareciera entonces que lo que se vuelve solido para uno al otro lo vuelve frágil y lo hace temblar y hace que todo se mueve hacia adentro. Hace sentir muy mal el no sentirse bien por la felicidad ajena. Pero es que crecimos juntos tan desde siempre. Como si cada que volteara ahí estuviera y da miedo que ya no vaya a estar. Como si estuviéramos entrando al territorio extrañisimo de los adultos y solo uno de los dos es capaz de tomar decisiones de adulto y uno pareciendo que lo entiende solo le queda asumir en voz alta -lo entiendo, te apoyo, me hace feliz- pero se tambalea el piso.
No recuerdo el día que lo conocí pero recuerdo que me pareció una día de fiesta. Recuerdo el día en que me tambalee y era un día de fiesta aunque a mi no me lo pareció.

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